
Mi abuelo materno podía arreglar una videocasetera, un televisor, una radio o un tocadiscos. Sabía grabar la telenovela de la tarde en VHS para que mi abuela la pudiera ver cuando pudiera, era un excelente mecanógrafo y usaba a gran velocidad la calculadora eléctrica. Le gustaba grabar las conversaciones de teléfono con un cacharro como el que usan los espías. En ocasiones, al tocar el piano o el órgano eléctrico, ponía la grabadora encima y contaba anécdotas entre canción y canción como si le hablara a un público imaginario. Se hizo aficionado a la radio, la de comunicarte con otras personas. Puso una antena monumental en casa y llevaba otra en el coche que se enganchaba en todos los estacionamientos subterráneos a los que nos metíamos. Su nombre clave era Bachiller y se sabía un montón de códigos que usan para hablar en clave, como el típico, «cambio» para que el interlocutor respondiera. Dominaba a la perfección la tecnología que tenía a su alcance.
Un día tuvo un accidente, se partió la escalera de la azotea con su peso e impactó en el suelo, se rompió los brazos y las piernas. Fueron meses o años de rehabilitación. Ahí comenzó su desconexión con la tecnología. Una de mis tías, hija de mi abuelo, le llevó una computadora destartalada de la empresa donde trabajaba, para que moviera el ratón con sus manos y así estimulara su psicomotricidad fina. Mi abuelo no conseguía que el cursor se moviera a ningún sitio, yo le notaba que él se sentía estúpido y torpe queriendo mover ese cacharrito, enchufado por un cable a una torre que no entendía y que se veía en un monitor que no le importaba. En ese momento noté que mi abuelo entraba en lo que ahora llamamos «brecha digital». Él sabía que la computación era el futuro, pero no la entendía, era un lenguaje nuevo y no encontraba el camino para abordarlo. Se sentía torpe en un nuevo mundo. Aquella computadora no se volvió a encender. Mi abuelo murió una decáda después de su accidente.
Para mi generación, usar una computadora (ordenador) o un telefóno móvil «inteligente» ha implicado un poco de esfuerzo y adaptación. Yo tengo poco más de cuarenta años y aprendí a usar programas como el autocad o el archicad en los primeros semetres de la carrera de arquitectura, incluso mis colegas y yo fuimos de los primeros en hacerlo y sorprender a nuestros profesores y profesoras con rénderes, simulaciones volumétricas y animaciones de recorridos dentro de edificios imaginarios. Y aún así fue un cambio dificil, viviéndolo en tiempo real.
Por eso la «brecha digital» con la gente más mayor, es cruel. En un puñado de años, su mundo cambió y se volvió hostil con ellos y con ellas. Sus citas con el o la médico de cabecera ahora deben pedirse on line, sus recetas, análisis o certificados también. Las sucursales de los bancos cierran y las que están abiertas exigen hacer los movimientos en el cajero, esos mismos bancos que les robaron su dinero con las preferentes. Los trámites con la seguridad social, con hacienda, con el ayuntamiento, son todos digitalizados, para gente que en su vida ha encendido un ordenador. O el uso de celulares (móviles) para comprobar identidad, para recibir llamadas de su médico, es casi obligatorio tenerlo. Tener un email, para autentificar el teléfono móvil, una redundancia cruel.
Hablar de internet con ellos y ellas es tan abstracto, les resulta más sencillo comprender la divina trinidad, que el concepto online. Y el pronóstico es que va ir a más, porque ahora mismo yo ya me siento dentro de la brecha digital. Pagar con el celular, demostrar mi identidad con mis huellas digitales, usar mi voz para navegar o utilizar bizum, son cosas que desconozco. A veces la gente me mira raro cuando doy mi número de teléfono fijo o si les digo que no tengo whatsapp (de momento).
Aún mando sms. Y lo mejor, hay gente que me los responde.
En ocasiones el término «brecha digital» me sabe a poco. Puede que «abismo digital» sea más preciso.
Augusto Metztli.
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