El perro

Ayer, a primera hora de la tarde, paseaba por las calles del barrio del Born, en Barcelona, sin rumbo. Me topé con un museo de reciente apertura dedicado a la exposición de “obras icónicas de autores conocidos internacionalmente y de artistas en pleno crecimiento”. Me detuve, pensando en visitarlo, pero descarté acceder al museo debido al precio de la entrada, pues sinceramente, no estaba de humor para arriesgarme a tirar 16,50 € a la basura.

Continué paseando y acabé en una de esas grandes tiendas que rodean la Plaça de Catalunya y que venden desde cafeteras y televisores, hasta libros, y en la que hice, casi sin detenerme, un rápido recorrido por la sección de libros. Me subí a las escaleras mecánicas para salir de la tienda y escuché un griterío detrás de mí. Una pareja de veinteañeros, así, muy alternativos ellos, de pose, claro, con un perro todo mono que movía el rabo y miraba a sus amos con la lengua colgando sin entender nada, increpaba a la mujer racializada de uniforme por no haberles dejado entrar con su mascota. En concreto, fue la chica quien se encaró con la empleada de seguridad y quien pronunció las dos palabras que lo rompieron todo: “¡amargada de mierda!”.

Esa amargada de mierda, con un trabajo de mierda por el que percibe un sueldo de mierda, que en ocasiones es tratada como la mierda por niñatos de mierda y clientes de mierda que siempre tienen la razón aunque no la tengan, dudo mucho que se haya extralimitado en sus funciones y haya tomado la decisión unilateral de no dejar entrar al chucho.

Ahora que finalmente se ha reconocido a los animales como seres vivos dotados de sensibilidad, cabría abrir el debate sobre la necesidad de legislar para proteger a la ciudadanía de las bestias bípedas que pululan por ahí infestándolo todo de irracionalidad y odio. El perro en cuestión fue el que demostró tener más sentido común cuando, en medio de los gritos iracundos, tiró de la correa para irse de allí cuanto antes.

Fernando Prado.

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