
Que una buena parte de la clase política de este país no está a la altura ya lo sabemos. Lo sabemos y, sin embargo, parece no importarnos. Lo asumimos con resignación, como si se tratara de un mal endémico cronificado que no tiene solución, una herida con costra que supura pus de la que no hay que preocuparse mientras la infección no sea grave. Pero ¿dónde está el punto a partir del cual determinamos la gravedad de un asunto?
Asistimos como espectadores pasivos a un espectáculo deplorable en el que la política no es más que un berrinche continuo manifestado veinticuatro horas al día y que se cuela en todas partes; apesta mientras cocinas, te lavas los dientes o haces el amor -si es que alguien lo hace aún-. La irritación permanente que ostentan nuestros políticos ante las cámaras, medios de comunicación y redes sociales es insoportable; tal vez por eso miramos a otra parte y apartamos la nariz intentando que el olor a podredumbre no se aloje en nuestro cerebro y nos revuelva el estómago.
Es intolerable, debería serlo, que las actitudes de matón de patio de escuela se normalicen. La hiedra del odio trepa sin detenerse. El asalto al Ayuntamiento de Lorca por una turba de descerebrados aupados por el PP y Vox nos ha recordado a lo ocurrido hace poco más de un año en Estados Unidos, cuando otra turba de descerebrados asaltaron el Capitolio. Inducir a la gente a la combustión espontánea, a arder por una causa superior y justa -nos roban, nos mienten, nos secuestran, nos matan- es fácil y, visto lo visto, nadie, además de algún que otro kamikaze, paga las consecuencias. Es una vergüenza que esto ocurra en un estado democrático. Pero no me refiero a la vergüenza que dijo sentir uno de los asaltantes de Lorca tras verse en las imágenes, que seguramente tenga más que ver con el temor a las posibles consecuencias penales de sus actos que con la conciencia de estos, sino a la vergüenza de estar representados por hienas.
Por eso me entristece escuchar a algunas personas cuando dicen que pasan, que les da igual, que total no van a cambiar nada, que no disponen ni del tiempo ni del humor. Creo que es un error porque todo es política, porque casi todo en nuestra vida depende de las decisiones que toman unas personas reunidas en un hemiciclo, porque esas decisiones, las leyes que se aprueban o derogan, las reformas que se sacan adelante, afectan nuestras vidas. Hablo del funcionamiento de la sanidad pública, de la calidad y accesibilidad de la enseñanza pública, de las condiciones laborales, de la estabilidad o debacle económicas, del equilibrio y la paz social, del apoyo a los más desfavorecidos, de las medidas contra el cambio climático, y un larguísimo etcétera. Hablo de todas aquellas cosas de las que nos quejamos como ciudadanos porque creemos que están mal o que se pueden mejorar; hablo de hacer la compra, de poder llevar una alimentación equilibrada, de pagar los recibos y de llegar a fin de mes con dignidad; hablo de las coberturas por desempleo, de la reinserción laboral, de los derechos fundamentales, de la contaminación, de la pobreza energética, del aborto, de la violencia machista, del colectivo LGTBI+.
La pasada semana se aprobó por la mínima -un solo voto- en el Congreso la reforma laboral. Dos diputados de UPN decidieron en último momento saltarse la disciplina del partido y votar en contra. Pero fue el voto erróneo de un diputado del PP el que sacó adelante la reforma. Se equivocó la paloma, se equivocaba. Se puede hablar mucho sobre esta reforma, se puede discutir su contenido, se puede argumentar que es insuficiente, se puede reprochar al gobierno de coalición no haber cumplido su promesa de derogar la tan lesiva reforma laboral de Rajoy, se puede estar en contra ideológicamente, pero no se puede negar que gracias a la esperpéntica aprobación de esta reforma, consensuada con sindicatos y patronales, mejorará la vida de millones de trabajadores. La postura infantil y provinciana de ERC -ese partido republicano y de izquierdas que gobierna con la derecha trumpista en Catalunya- al respecto es, desde mi punto de vista, irresponsable y una falta de respeto a sus votantes. La brecha está abierta.
En cualquier caso es una buena noticia. La derecha caníbal ya habla de secuestro de las instituciones y afila los cuchillos, preparándose para el momento de despiezar la presa. La propagación de bulos continuará, aumentará la agresividad del discurso y los que exhiben la banderita del “cuanto peor, mejor” no pararán hasta que todo esté en llamas.
Fernando Prado.
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