
Introduces la llave en la cerradura y la giras. La puerta se abre y la empujas. Aún no has acabado de entrar y percibes un olor característico y único: es el olor de tu hogar, el rastro que dejas en el espacio que habitas. Huele a ti y, en muchos casos, huele a tu familia; huele a tu esposa, a tu marido, a tu pareja, a tus hijos, a tus mascotas; huele a todo aquello que te conforma, a soledad o multitud, a miseria o plenitud. Eso da igual. La cuestión es que dentro de esas cuatro paredes hay contenida una vida o varias. El olor, sea el que sea, te define, te identifica, te delata. Tienes un refugio en el que resguardarte y descansar al final del día, no importa si estás solo o no; un refugio en el que protegerte de la ira, la violencia, el desorden, el ruido, la vacuidad. Tu casa es un santuario que no debería ser profanado jamás.
Me pregunto qué hacer cuando la sinrazón lo destroza todo, cuando pedazos y pedazos de tu vida saltan por los aires y quedan esparcidos por doquier, mezclándose con el barro, el metal, la sangre. Me pregunto cómo lidiar con un duelo cuyas causas no se comprenden bien, pero cuyas consecuencias sabemos qué serán devastadoras. Me pregunto cómo seguir adelante, cómo reconstruir con las ruinas algo parecido a lo que fue una vida.
Las imágenes que estamos viendo desde el inicio de la invasión de Putin a Ucrania son intolerables e injustificables, como lo son también las de otras guerras. Más allá de las imágenes hay víctimas, y las víctimas son siempre las mismas en cualquier lugar del mundo. No importa la etnia, la nacionalidad, el color de la piel; todas comparten las mismas situaciones, el mismo horror, los mismos traumas, el mismo vacío.
Cuando todo esto termine llegará el momento de reconstruir millones de vidas rotas por la barbarie, de sanar las profundas y dolorosas heridas, de descansar. Todo debería ser tan sencillo como hacer pliegues en un papel hasta darle forma de casa y allí, dentro de esos muros, volver a tener un hogar en el que no habiten los fantasmas y en el que nos sintamos a salvo. Mucho me temo que entonces, como casi siempre, miraremos a otra parte.
Fernando Prado.
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