
Lo inesperado tiene la cualidad de sorprendernos y la sorpresa, a pesar de su laxa dualidad, es como una luciérnaga que brilla intermitentemente en la oscuridad. No es muy habitual sorprendernos y avistar luciérnagas con el vientre encendido en medio de la noche, por eso, cuando ocurre, la experiencia se vuelve tan intensa.
Pasé unos días en una casa rodeada de prados de cebada, salpicados aquí y allá de arbustos de romero y lavanda; una tierra de suaves ondulaciones delimitada por un bosque de robles, encinas, alcornoques y pinos; un paisaje que tiende a ser cada vez más improbable pero que acaba, invariablemente, en el Mediterráneo aún cristalino, caprichosamente coloreado de azul y turquesa.
Fueron días de reencuentros en los que la vida volvió a ser simple y agradable, como debería ser siempre. No hubo lugar excepto para lo imprescindible: el beso, el abrazo, la risa, el recuerdo compartido, el anhelo de la próxima vez. Todo lo demás es vacío, un vacío que nos devora. La hierba debajo de los pies, la brisa salada, lo inalcanzable.
Fernando Prado.
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