
En suelo, al alcance de mi mano, había dejado los cargadores del móvil y de la tableta, una botella de agua de la que iba bebiendo periódicamente y otra botella vacía por si me daban ganas de orinar y no podía levantarme. Es ridículo, pero no soportaba la idea de que me encontraran sobre unas sábanas húmedas y amarillentas. En la mesita de noche había dos libretas en las que no podía escribir, un libro con el marca páginas de una pequeña librería de pueblo que continúa abierta inexplicablemente, unas gafas, un paquete de pañuelos de papel, un frasquito con gotas para la nariz, una lámpara barata y un mechero de plástico con el que en ocasiones encendía una vela de citronela para ahuyentar los mosquitos que casi nunca surtía efecto.
Más allá del marco rectangular y de los cristales sucios podía ver el cielo de azul blancuzco, impoluto, sin rastro de nubes, surcado por golondrinas que volaban frenéticamente, incansables. Yo estaba postrado en una cama revuelta cuyas sábanas desprendían el característico olor a enfermo consistente en una vaporosa mezcla de sudor, orina, mal aliento y medicinas. Llevaba semanas padeciendo dolores agudos que en ocasiones se volvían insoportables, pero ese día me había roto en dos, una mitad medianamente funcional y otra casi inutilizable y que apenas podía mover. Un dolor indescriptible nacía en el final de mi columna y recorría toda mi pierna izquierda provocando un inquietante hormigueo en los dedos y la planta del pie. No podía dar más de diez pasos y realizar cualquier movimiento, por sencillo que fuera, requería de un esfuerzo descomunal. Acabé anulado, vencido por el dolor y lo único que me consolaba era mirar a través de la ventana y comprobar que la vida continuaba allá afuera. No sentí miedo, ni me preocupó en lo más mínimo cualquiera de los diagnósticos posibles. Yo solo quería volar con las golondrinas en el atardecer ardiente.
La vida, al fin y al cabo, es tan simple.
Fernando Prado.
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