
Semiótica de la arquitectura, así se llamaba su clase, era en las aulas que colindan con el jardín central de la facultad. Ahí solían ser las asignaturas teóricas. Él nos descubrió que todo en la realidad y apreciado por nuestros sentidos, siempre significa, dice algo y cuenta una historia. Nos hizo estar más atentos a lo que sucede en el mundo y dentro de nosotros.
El arquitecto y músico León Íñigo, parecía un principito de sesenta años, desaliñado pero elegante, distinguido pero mundano, sabio pero «mal hablado», divino y sexual. Amable, gracioso, divertido y sin reparo de mostrarnos lo más hermoso, bueno, grotesco y perverso del mundo. Hablaba de arquitectura, de urbanismo, finalmente esa era su-nuestra profesión, pero lo más importante para él, era todo lo demás, desde el origen del universo, hasta llegar a los neutrones cuánticos.
Para aprobar curso, era necesario ir a alguna actividad extraescolar que implicara el desarrollo de los movimientos del cuerpo, por ejemplo: la danza, algún deporte, yoga o aprender a tocar un instrumento, así que yo probé esa opción, me anoté los fines de semana a aprender guitarra. Él nos decía que era fundamental conocer nuestro cuerpo y sus capacidades, ser conscientes de nuestra posición, de nuestra voz, de nuestros sentidos, de nuestros movimientos, saber dónde estamos y cómo estamos. Si no éramos capaces de sentirnos, cómo pretendíamos diseñar cualquier cosa para las demás. Ese planteamiento del diseño siempre me ha parecido muy coherente, y también es la respuesta al terrible papel que hemos hecho y a lo irresponsables que hemos sido los y las arquitectas en esta modernidad.
Cuando nos hablaba de los arquetipos, me quedaba la sensación de que hiciéramos lo que hiciéramos, siempre llegaríamos al mismo sitio, como dar vueltas y vueltas sobre nuestras miserias. Explicaba que si un grupo de humanos se asentaba en otro planeta, al paso del tiempo, acabarían haciendo pirámides, mujeres vírgenes pariendo dioses, adorando al sol y destruyéndose los unos a los otros. Somos así…
Usaba su piano de mesa de dibujo, de restirador, también sabía pintar, según cuenta, se le daba bien desde pequeño. Nos insisitía en tener varios oficios, porque no siempre se puede vivir de la arquitectura, va por temporadas. Durante un tiempo se pagó su estancia en Reino Unido con la pintura, mientras unas nobles británicas lo hospedaban en su castillo, entre fiesta y fiesta de la realeza, hacía retratos de la farándula, que pasaba por aquellos salones.
Llevaba a los y las alumnas al panteón de Bélen, en la calles del cementerio, recreaba una ciudad imaginaria y así les explicaba qué era el urbanismo. Cuando daba clases, caminaba de un lado a otro, rara vez se sentaba. Cada cierto tiempo se acercaba a su escritorio, abría un pequeño botecito que colocaba ahí, giraba la tapa, la usaba como un pequeño vaso, y vaciaba algo del líquido, bebía un sorbito y lo cerraba. No sé qué era, puede que alguna medicina homeopática, pero es una suposición.
Conocía perfectamente a los clásicos griegos, las mitologías de diversas culturas, sabía muchos versículos de la Biblia e incluso de los evangelios llamados apócrifos, su favorito era el de María Magdalena. Conocía curiosidades de la Biblia, como por ejemplo, que Jesús en ningún versículo llama «Mamá» a la «vírgen» María.
Aprobé Semiótica de la Arquitectura con una buena calificación, creo que a todos en general nos iba bien. Me quedé con ganas de más, era de mis clases favoritas. Así que el siguiente semestre, me anoté a otra clase de él, a una optativa, y el siguiente semestre a otra más. Daba igual el nombre de la clase, siempre acababa hablando de lo mismo. Y eso me encantaba.
De las pocas cosas que guardé de la universidad, fueron los apuntes que hacía en su clase. El maestro Íñigo murió a finales de julio del 2022. Ahora es un electrón. O ha reencarnado en algo, pues era budista.
Augusto Metztli.
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