
Sáez se sentaba indefectiblemente en aquella silla verde después de la ducha. Se quitaba la toalla que envolvía su cabeza como si de un turbante exótico se tratara y la estiraba sobre sus hombros, encendía el secador -la luz amarilla de la habitación bajaba ligeramente de intensidad al hacerlo- y acomodaba su testa dentro del aparato, que casi de manera inmediata comenzaba a irradiar un agradable calor.
El paqui de la tienda donde compraba el pan, la china del bar donde tomaba el café, la señora que paseaba un caniche de malas pulgas y una bolsa de plástico cuyo contenido era un misterio, el cartero que olía a carajillo, el loco que caminaba de una punta a otra de la acera fumando sin parar y despidiendo humo por la boca y la nariz como una vieja locomotora de carbón, todos, sin excepción, pensaban que Sáez tenía el cuero cabelludo quemado, razón por cual siempre llevaba una boina gris pizarra cubriendo su cabeza.
El vecino del 5-C había difundido por el barrio la excentricidad de Sáez, quien a pesar de ser calvo, se sentaba cada día, a eso de las seis de la tarde, debajo del secador.
(Fragmento de un cuento de Fernando Prado)
Christophe Galtier, entrenador del Paris Saint-Germain, y el jugador Kylian Mbappé se troncharon de risa cuando un periodista les preguntó por qué el equipo había viajado en avión el pasado fin de semana para disputar el partido de liga contra el Nantes a pesar de que ambas ciudades están conectadas por tren de alta velocidad. A la pregunta, que fue tomada como un chiste o una ocurrencia ridícula, el entrenador respondió entre risas con una impertinencia: “esta mañana hemos hablado con la sociedad que organiza nuestros desplazamientos para ver si podemos ir en carro a vela”. El trayecto entre París y Nantes -unos 380 km- se realiza en TGV en menos de dos horas.
La reacción del entrenador y del jugador estrella del PSG es la de dos personas privilegiadas que viven entre algodones en una burbuja de lujo. El simple hecho de que alguien cuestione racionalmente dichos privilegios basta para detonar la carcajada soberbia. El “¿tú no sabes quién soy yo?” tan típico de los famosos y poderosos y políticos y empresarios que no están dispuestos a renunciar a comportamientos absurdos e irracionales porque para eso tienen la pasta -para gastársela como les dé la gana- y porque eso supondría rebajarse, ponerse al nivel de la escoria a la que, dicho sea de paso, deben buena parte de sus beneficios.
Todos queremos comodidad, incluso lujo -la casa en el acantilado con piscina de agua salada, jardín tropical y acceso a una cala privada, el súper deportivo, el Patek Philippe en la muñeca, viajes privados-, pero lo cierto es que o cambiamos nuestra actitud y nuestros hábitos de vida, o nos iremos al carajo por la vía rápida. Nadie quiere renunciar a su estatus, es comprensible, pero la realidad vigente -una realidad que viene anunciándose desde hace décadas- y evidente -por mucho que abracemos el negacionismo- implica cambios radicales que se deben acometer para que exista un futuro menos dramático y catastrófico.
Puede que sea más práctico coger nuestro coche para desplazarnos al trabajo en lugar de optar por el transporte público, tomar un taxi en vez de caminar unas manzanas, no reciclar, pedir comida a domicilio a través de una App una noche de temporal, sentarnos en el sofá a ver una peli en manga corta mientras afuera nieva. Tenemos que aplicarnos el cuento, hacer cambios y renuncias. Es difícil, sí, pero necesario.
De alguna manera, todos somos como Sáez.
Fernando Prado.
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