Siempre me ha resultado incomprensible la fascinación que producen en las masas las monarquías, los políticos o las estrellas del pop y del rock de estadios, en especial cuando llega al punto de la lágrima, el espasmo y la baba.

Muere Isabel II y no existe otro tema más importante en la actualidad -y se me ocurren muchísimos-. De pronto todos tenemos que enterarnos de qué va todo el rollo de la sucesión, los plazos, los días de luto oficial -aquí, en el futuro desierto de Europa, más de una y uno declaró días de luto en la ciudad que gobierna-, el traslado de los restos, el protocolo, los actos, el árbol genealógico de los perros de la difunta reina, el patrimonio que heredará el nuevo monarca, que si Camila, que si Diana.

En medio de todo el ruido mediático me llamaron la atención en particular dos momentos en los que se ve a Carlos III disgustado, enfadado, incómodo. El primero con un plumero que pide que retiren de la mesa donde debe firmar con gestos, vamos a decir, poco agradables; y el segundo durante la firma en el castillo de Hillsborough de Irlanda del Norte, cuando su pluma comenzó a derramar tinta.

“I can´t bear this bloody thing!” –que en lenguaje llano viene a ser algo así como “no soporto esta puta mierda”-, exclamó tras el percance. Carlos es un niño mimado y malcriado que lleva demasiado tiempo esperando a que caiga el London Bridge y de alguna manera se le ve irascible y resentido. Al fin el reino es suyo. Pero si su pluma estilográfica presenta fallos y derrama tinta -ya estoy imaginando al fabricante de la pluma invirtiendo horas y dinero en I+D+i para ofrecerle a Su Majestad el instrumento perfecto- y Carlos reacciona de esta manera, me pregunto qué se puede esperar de él cuando tenga que enfrentarse a otros problemas más cotidianos o más mundanos.

Soberbia, egocentrismo, intolerancia y desprecio, me temo.

Fernando Prado.

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