La maceta

Cada mañana después de desayunar, salía al balcón con un vaso, se mojaba los dedos y salpicaba gotas de agua dentro de la maceta. Cuando consideraba que ya era suficiente se detenía y a continuación se bebía el líquido sobrante, que bajaba a su estómago y se mezclaba con el mazacote de las tostadas y mermelada de higos ingeridas previamente.  

Al finalizar la aburrida y extenuante jornada regresaba a casa y se sentaba en una endeble silla plegable de madera, al lado de la maceta; allí permanecía durante el breve atardecer hasta que comenzaban a encenderse las primeras luces en las fachadas de los edificios. 

Nada crecía en el recipiente, así que un día se le ocurrió que tal vez sería buena idea llevárselo de paseo. Caminó por las sucias calles del barrio sujetando la maceta como si llevara una ofrenda y cuando llegó a un solar aún sin construir se detuvo.  

Observó el interior de la maceta, un objeto inútil en sus manos del que, sin embargo, ascendía el suave olor de las dalias.   

La vida, pensó, debía ser más que regar un tiesto vacío y esperar a que algo ocurra.

Fernando Prado.

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