Migrar es una rotonda

Utilicé mi pequeño bolso huichol para guardar mi pasaporte, los billetes de avión de ida y vuelta, comprados con el dinero de una libreta de dibujos que haría en Galicia; y mi seguro de viaje, que le cambié a un coleccionista que tenía una agencia, por uno de mis cuadros. Traía la reserva de hotel, los cheques de viajero, dinero en efectivo de los últimos cuadros que vendí y los datos de donde me quedaría.

Entrar a España, que es también Europa, implicaba traer una serie de cosas, que según la «intuición» del o la policía en turno te podían pedir o medio pedir. En mi caso, fueron el pasaporte, el vuelo redondo, la reserva de hotel y solo me preguntó si traía dinero, al hacer el amago de enseñarle los cheques de viajero, me dijo que estaba bien, que pasara.

Hace quince años que llegué, primero a Madrid, porque los «panchitos» como yo, viajamos en avión, y unos días después, en autobús a Galicia. Al salir de la estación de buses, lo primero que vi fue la rotonda que hay enfrente, más adelante también está la estación de trenes.

No sabía que era una persona migrante, yo creía que era una persona que viajaba de un país a otro por diversos motivos profesionales y personales. Pero me convertí en migrante, me avisaron que lo era, sobre todo el Estado, un migrante con algunos privilegios (por el afecto y cuidado de quienes me rodean), pero no por esa razón sin dificultades. En muchas ocasiones he escuchado en tono despectivo: las colombianas esto… los negritos lo otro, era de fora, no se adaptan, nos quitan el trabajo, y después mirarme a mí y aclarar, ¡Ay pero tú no!

Tomábamos un café, cuando entró un chico negro a vender música y películas (no lo recuerdo con precisión), me sobrecogió ver el desprecio en el rostro de varias personas, al decirle que no querían nada. Todo fue lento, pero constante. Llevo muchos años viviendo el proceso de ser migrante. Me fui desprendiendo de mi «identidad», porque así era más fácil comunicarme, trabajar y estar aquí, había que dar menos explicaciones. Después decidí que ya era suficiente, no me sentía cómodo e hice el proceso inverso. Recuperé aquello de lo que me desprendí y comencé a hacer apología de ello. Pero en el camino se pierden cosas.

He vivido en primera persona el racismo cotidiano y el institucional. También lo he visto en otras personas migrantes, con menos privilegios que yo, y mi rabia, convertida en acción era antirracismo, sin saber nombrar al antirracismo. Desprenderme mentalmente de colonialismos aprendidos en México e impuestos también aquí, supe tiempo después que era decolonialismo. Ahora me siento mucho mejor, soy más consciente de mi «ser inmigrante», me he apropiado de las palabras «migrante», «inmigrante», «panchito», «de fora» y «morenito». Y eso lo ha cambiado todo. Aprendo y actúo en el antirracismo y en el decolonialismo, lo intento todos los días.

Después de tantos años, recuerdo unas palabras de Justo Ilhuicamina (pintor mexicano que vive en Redondela), que dijo en la entrevista que le hicimos para «Un lugar para descansar»: «Cuando salí de México por primera vez, siempre supe que era un viaje que no tenía vuelta, es muy probable que nunca más vuelva (conceptualmente hablando)… Estuve el año pasado ahí, pero no era el mismo que se fue, yo nunca volví a México, no he vuelto, posiblemente nunca lo haga.» En su momento me podía imaginar lo que significaban, pero no lo entendía, ahora creo que lo comprendo un poco mejor.

Siento que ser una persona migrante es estar en una eterna rotonda, dándole vueltas a todo, sin la certeza de cómo se sale de ahí y qué rumbo tomar, qué camino elegir, porque a veces las circunstancias nos lo complican todo, las personales, las abstractas, como la burocracia del país que sales y la del país al que entras, o el racismo. Por eso me hace mucha gracia esa rotonda en Pontevedra, lo primero que vi al llegar, y que la recuerdo casi a diario, como metáfora de vida. Ah, en México les llamamos glorietas, no rotondas.

Augusto Metztli.

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