Un 14 de noviembre más se celebra el Día Mundial de la Diabetes, y sigo sin saber festejarlo. Más de 30 años escuchando de lejos una cura que no llega y con la que nunca me quise hacer ilusiones, y unos pocos menos, siendo testigo de un gran avance tecnológico que casi siempre me incomoda.
No quiero hablar de pura medicina, sigo pensando que la diabetes es un rollo las 24 horas que vino sin avisar para quedarse y salpicar a quienes están cerca de ti. A veces está como si nada y otras veces desespera, porque es una sombra invisible, constante y azul como el círculo que la representa.
Pero un año más, sí quiero hablar de lo que para mí es mágico al vivir con esta enfermedad crónica: los baños de bosque y de mar, no solo por el evidente ejercicio de ir y estar, si no por el simple y maravilloso hecho de sentir a la naturaleza en su estado más puro, que provoca en mí efectos reguladores de insulina de farmacia, haciendo que por momentos pueda sentirme casi completamente libre de pinchazos infinitos y demás preocupaciones glucémicas.
La diabetes también es un baile de nubes y claros, y lo que provoca en la gente hipersensible no hay sensor de glucosa que lo regule. Surgen momentos y sorpresas en el día a día, totalmente ajenas a los infinitos cálculos de carbohidratos, raciones, agujas y batas blancas, que hacen que vea lo de siempre un poco al revés. Prefiero seguir combinando mi azúcar en sangre con el dulce equilibrio que me aportan nubes, soles, lunas, mareas y árboles con sus hojas que se van volando.